Esta notable obra solo es posible porque tras ella, encima de ella y delante de ella está un apasionado por la ópera como Gonzalo Cuadra. Un artista que conoce el género y lo que produce en los afectos de quienes se sienten interpelados por él; que es capaz de reconocer el valor de una partitura y de los hechos vinculados a la vida musical —a veces inexplicables, como muchos de los narrados aquí—, y que puede detectar cómo ciertos vacíos de conocimiento respecto del arte se deben a alguna lesión social y/o terminan por producirla. El desconocimiento y la marginación de la ópera chilena —que ahondó en la falta de desarrollo que luce el género en esta tierra— son predecibles, pero no por eso dejan de sorprender.