Desde mi estancia académica en España bajo la tutoría del profesor Enrique Bacigalupo empecé a intuir, pero sin entender –lo confieso–, que el derecho penal estaba superando la dogmática penal de las dos primeras décadas de la postguerra, marcada en Alemania por la doctrina finalista de la acción asentada sobre una base inquebrantable, previamente fijada, situada en el plano del ser, que no encuadraba en las normas morales sino en la estructura final de la acción humana. Se hablaba entonces de la aparición de una nueva escuela alemana cuyos precursores eran los profesores Claus Roxin y Günther Jakobs