La sociología debe abandonar la fascinación estatalista que, como un velo mistificador, nos hace filtrar todo en función de esos mapas coloreados donde cada país tiene su sitio, como si viviéramos en mónadas leibnitzianas, aisladas unas de otras. Se ha dicho, con razón, que hay un hegelianismo oculto en la tradición sociológica que hace del Estado-nación el referente empírico de la palabra «sociedad». Cierto, seguimos pensando el mundo a través del filtro cognitivo de una colección de 193 unidades estatales supuestamente capaces de ser entendidas y gestionadas en aislamiento unas de otras.