A los 66 años, John Waters sigue tomando riesgos y poniéndose a prueba. Con su lúcido ingenio, su delgado bigote y un cartel que reza “No soy un psicópata”, emprende un viaje a dedo desde su querida Baltimore natal hasta San Francisco, desafiando solitarios caminos y anónimos conductores para cumplir sus sueños de vagabundo glamoroso. Pero, ¿por quién deberíamos preocuparnos más? ¿Por el delicado director de cine con buenos modales? ¿O por los desprevenidos viajeros que transportan al Pontífice del Trash? Con humor subversivo y cálida inteligencia, la mirada de Waters transforma las largas horas de espera en los caminos y las noches en anodinos hoteles de paso en una aventura encantadora.
(Baltimore, 1946) Con una filmografía indecente y encantadora, llena de atentados contra los límites del docoro, John Waters justifica holgadamente la dignidad con la que William Burroughs lo invistiera al designarlo “pontífice del trash”. Se convirtió en un director de culto en los años setenta gracias a sus comedias groseras, satíricas e irreverentes. Con títulos como Pink Flamingos, Polyester Hairspray o Cry Baby, el director, guionista, productor, actor, fotógrafo y montador es un referente básico del cine undergound más sucio, fresco y desvergonzado. Influenciado por gente tan diversa como William Castle, Federico Fellini, Rainer Werner Fassbinder, Russ Meyer o Andy Warhol, Waters se ha hecho de una reputación por la que a veces se lo denomina “el rey del mal gusto”.