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Augusto Rivera

Augusto Rivera

  • Año de edición 2012
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Para aproximarse a Augusto como artista, amigo de los amigos, esposo, padre y bolsiverde raizal (así apodan en el Cauca a los hijos del Macizo Colombiano nacidos en Bolívar) debe respetarse una personalidad capaz de despetalar la Rosa de los vientos, transformarla en la fragua de don Eleuterio, el herrero de su pueblo, y proyectarla, como explosión de formas, colores posibilidades pictóricas, a un público cada vez más localizado y, simultáneamente, globalizado. Una obra de arte no depende sólo de quien la padece al proponerla. Juega, poderosamente, quien la aprehende, sea un esquimal, un cachaco o un habitante de un pueblo colombiano montado en la montaña. Por eso resulta tan difícil y complejo enfrentar el maridaje, jamás completamente resuelto (en cuanto a la expresión de la imagen), entre la estructura pictórica, los medios disponibles, el sentimiento personal y la propuesta visual como metáfora. Augusto se enfrentó, resueltamente, a esa tensión y supo capotearla. Tanto en términos universales como íntimos. Para ello debió hermanar su línea certera con el borde indefinido; la expresión dominada por lo imprevisto y lo previsible pacientemente construido; lo que inducía la crítica académica y lo que sugería su corazón preñado de terruño. Trasegó todos los medios que ofrece la pintura y se hermano con ellos. Para él siempre fue un reto sostenerse en ese permanente equilibrio inestable donde habita el artista. Por ello repetía: "Uno se muere y sigue aprendiendo a pintar." Sabia que la evolución nos había dotado con la manipulación de símbolos, formas, colores, la voz, la narración y la pregunta.


Para aproximarse a Augusto como artista, amigo de los amigos, esposo, padre y bolsiverde raizal (así apodan en el Cauca a los hijos del Macizo Colombiano nacidos en Bolívar) debe respetarse una personalidad capaz de despetalar la Rosa de los vientos, transformarla en la fragua de don Eleuterio, el herrero de su pueblo, y proyectarla, como explosión de formas, colores posibilidades pictóricas, a un público cada vez más localizado y, simultáneamente, globalizado. Una obra de arte no depende sólo de quien la padece al proponerla. Juega, poderosamente, quien la aprehende, sea un esquimal, un cachaco o un habitante de un pueblo colombiano montado en la montaña. Por eso resulta tan difícil y complejo enfrentar el maridaje, jamás completamente resuelto (en cuanto a la expresión de la imagen), entre la estructura pictórica, los medios disponibles, el sentimiento personal y la propuesta visual como metáfora. Augusto se enfrentó, resueltamente, a esa tensión y supo capotearla. Tanto en términos universales como íntimos. Para ello debió hermanar su línea certera con el borde indefinido; la expresión dominada por lo imprevisto y lo previsible pacientemente construido; lo que inducía la crítica académica y lo que sugería su corazón preñado de terruño. Trasegó todos los medios que ofrece la pintura y se hermano con ellos. Para él siempre fue un reto sostenerse en ese permanente equilibrio inestable donde habita el artista. Por ello repetía: "Uno se muere y sigue aprendiendo a pintar." Sabia que la evolución nos había dotado con la manipulación de símbolos, formas, colores, la voz, la narración y la pregunta.
  • Formato
    Impreso
  • Estado
    Nuevo
  • Isbn
    978-958-7321-07-4
  • Peso
    1.06 kg.
  • Tamaño
    26 x 32 cm.
  • Número de páginas
    118
  • Año de edición
    2012
  • Edición
    1
  • Encuadernación
    Lujo
  • Referencia
    UCU10214
  • Colección
  • Código de barras
    9789587321074