En el mes de septiembre de 1902, la prensa madrileña exponía por primera vez en su página de publicidad un anuncio del vigorizador eléctrico de la compañía McLaughlin. No era un anuncio más. Destacaba por su tamaño; destacaba por su dibujo. Llegaba así, de la mano de un aparato aparentemente eléctrico y teóricamente eficaz, la publicidad de masas a España. Prometía la curación mediante ondas eléctricas de enfermedades variadas. Se llamaba «cinturón eléctrico», y no solo fue el primer gran negocio internacional ligado a la salud, sino que también protagonizó la irrupción de una nueva forma de hacer publicidad, atractiva, llamativa, provocadora y, sobre todo, engañosa.