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Nacer en una isla es algo curioso. Siempre piensa que, de haber nacido unos pasos más hacia la derecha o unos metros más hacia la izquierda, se habría salido de las calles de Las Palmas de Gran Canaria y habría nacido en el mar. De ser así, quizá ahora sería un pez. Eso implicaría cosas estupendas, como ver arrecifes de coral o bucear durante horas sin tener que salir a tomar aire. Sin embargo, no podría escribir cuentos y, si lo hiciera, todos ellos se convertirían en papel mojado. Mal asunto.
Por suerte nació en tierra firme, donde pronto agarró un lápiz y comencó a escribir historias con él. Su primer lenguaje escrito fue la poesía, una manera precisa y deliciosa de comunicarse con si mismo, con los que tiene cerca y con aquellos que nunca conocerá. Después vinieron los cuentos, las novelas, el teatro y cualquier forma artística donde la palabra se sintiese cómoda.
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Lloró por primera vez hace cuarenta años, en una ciudad de la periferia de Barcelona.
Un tiempo después olvidó cómo llorar y cómo hablar. Lo que sí recordaba era cómo dibujar, así que dibujaba las palabras que no le salían y las lágrimas y los gritos que se había tragado. Y también soles, brujas, casas, princesas y monos.
Eso fue hace mucho tiempo y ahora solo se olvida de hablar a ratos y ha aprendido a llorar de muchas maneras diferentes. Incluso ha inventado algunas nuevas, por ejemplo haciendo el pino.
Un día descubrió que podía ir a una escuela para aprender a ser ilustradora y se tiró de cabeza. Era una escuela mágica, cree. Así que aún dibuja y ahora también lo hace para ganarse la vida.
Empezó diseñando estampados para ropa, pero ahora lo que más hace es ilustrar cuentos e incluso a veces se atrevo a escribirlos.
También dibuja para llorar, cuando no le sale, o para hablar, cuando no encuentra las palabras. Muchísimas veces lo hace para jugar.
Le gusta cuando se inunda la casa y hay que improvisar barcas con los muebles.