La eficiencia, la búsqueda de la productividad y la necesidad de competir parece que nos conduzcan a la proscripción de la pereza. En realidad, sin pereza y sin las demás pasiones desordenadas, no es posible vivir una vida plenamente humana. Quizás la tarea del hombre no consiste en ascender, sino en aprender a convivir con esas pasiones que lo hacen ser lo que es. La pereza revela nuestras auténticas motivaciones, es un instrumento de discernimiento y puede ser la puerta secreta al descanso y a la vida contemplativa. Su verdadera función es vacunarnos contra una imagen idealizada de nosotros mismos.