Juan José Gaviria, director de la Librería Lerner, nos habla del quehacer del librero, sus sueños y deseos.
Se abren las librerías: historias de un mercado que resiste y evoluciona en Colombia
Como parte de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, se realizó el Encuentro Nacional de Librerías el 9 y 10 de septiembre para fue discutir los caminos que las librerías han transitado en Colombia, los aprendizajes y los retos del panorama actual.
Desde Siglo, queremos resaltar las palabras de Juan José Gaviria, director de la Librería Lerner, en su conferencia. Nos parecen especiales porque sopesan lo positivo y lo negativo del oficio de librero y, además, de todo lo que implica la industria cultural. No cae en la idealización y en el deber ser, ni en la crítica por la crítica. Es un texto que presenta desde la experiencia el quehacer de la divulgación del libro.
Trabajar en librerías
Palabras para el Encuentro Nacional de Librerías, Medellín, septiembre de 2024
Es bien conocido el testimonio de George Orwell sobre sus tiempos de librero: “La verdadera razón por la que no quisiera pasar mi vida vendiendo libros es que, cuando lo hice, perdí el amor que les tenía. Un librero se ve obligado a mentir sobre los libros, y esto provoca aversión hacia ellos. Y peor aún es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y acarreándolos de aquí para allá”.
Cuando entré al sector del libro hace ya un buen número de años, el primer hombre destacado del oficio que se ofreció a recibirme fue Felipe Ossa. Con su conocida picardía, Felipe trató de disuadirme de mi elección. “Tú eres joven, hay muchas otras cosas a las que dedicarse, este es un mundo muy difícil y muy mal pago”, me dijo. Estar aquí hoy, dando apertura al Encuentro Nacional de Librerías, es la prueba irrefutable de mi obstinación. Haber despedido hace unos días a Felipe ejerciendo su irreparable pasión de librero, es la prueba irrefutable de su deliberada y juguetona contradicción.
Cecilia Monllor es una escritora andaluza que, como muchos otros, confundió su pasión libresca con el comercio de libros. En sus memorias de librera, Monllor trae la historia de David Garnett, un escritor inglés que había sido advertido por sus padres (también escritores) de que nunca se dedicara a la escritura y mucho menos al comercio de libros. Garnett no sólo fue un miembro destacado del grupo de Bloomsbury junto a Virgina Woolf, sino que escribió varios libros y fundó una librería. Siendo ya un hombre mayor, Garnett repitió la advertencia que le habían hecho sus padres y le escribió a su hijo: “Sobre todo nunca te hagas librero. Esto es lo peor de todo: el trabajo más duro y el peor pagado”. Con esta anécdota, Monllor justifica el título de su libro Nunca te hagas librero, en el que cuenta su fracasada aventura como emprendedora en el rubro de los libros.
Hanta, el escrupuloso personaje de Bohumil Hrabal en Una soledad demasiado ruidosa, es un prensador de reciclaje que aparta de las ruinas los libros entreverados en los periódicos, los papeles de envoltorio y los documentos viejos de los despachos que han tirado. No es capaz de destruirlos porque entiende que son extensiones del conocimiento y el espíritu humano. No sólo lee los volúmenes que encuentra, sino que los acumula en su estrecha casa. “En el váter no cabe ni un libro más, y por eso hice colocar más estanterías entre las dos camas que hay en la habitación; así he creado una especie de baldaquín, de dosel para la cama, y encima de ella, hasta el techo, se erigen cantidades enormes de libros, dos toneladas de libros pesan sobre mis sueños como una inmensa pesadilla”. El peso de los libros es, figurativa y literalmente, una de las preocupaciones permanentes de quienes trabajan en una librería. No hay tiempo para leerlo todo, ni siquiera para leer todo lo importante, a menudo ni siquiera hay tiempo para leer lo prescindible, y buena parte del tiempo se está haciendo fuerza para mover una caja repleta o abriendo la mano más de lo recomendable para sacar los volúmenes que no dejan ver lo que hay perdido en la parte de atrás del anaquel. Si su pasión es leer, le recomiendo que deje de lado la idea de montar una librería y, como me decía Felipe hace ya tantos años, encuentre un trabajo que le pague lo suficiente o libérese de las comodidades y siéntese sin remordimiento a leer.
Partiendo de esta base, y sintiéndome tranquilo por haber tratado de disuadir a quienes aquí no hayan caído todavía en la tentación de montar o trabajar en una librería, quisiera tratar de acercarme a asuntos más prácticos para discutir con mis colegas. Arriesgándome a aburrirlos con otra cita más, me gustaría referirme a la manera en que el legendario Héctor Yánover, librero de la Librería Norte de Buenos Aires, trataba en sus memorias el tema de los diferentes tipos de librerías: “Hay librerías que son cementerios de palabras, con nichos hasta el techo, parvas en los rincones y paquetes sobre las mesas; hay librerías donde las palabras son gatos durmiendo en los sillones, con moños rosas y una caja de bombones; hay librerías donde las palabras se avergüenzan y donde Shakespeare y Goethe (si los encuentras) están de espaldas para que no se los reconozca; en algunas, parece que los libros dialogan, que forman una peña donde todos son bienvenidos; en otras, al sólo entrar ya estás seguro de que nada te va a interesar y mirás con cara de aburrido. Hay librerías donde los libros gritan “sálveme, sálveme de aquí”. En otras ruegan “no me toque que estoy en mi lugar”. Algunas crean la ilusión de que buscando vas a encontrar cualquier cosa; en otras, la sensación de que todos los libros son allí prescindibles. Alguna muy nouvelle vague, con sillones que no sirven para sentarse y libros aparentemente carísimos que no sirven para leer; otras, donde entras rascándote y de donde, no hay duda, saldrás lleno de pulgas. Hay librerías donde entraría Balzac, y otras que parecen disimular garitos. Hay éstas en las que dan ganas de entrar y aquellas de las que sólo dan ganas de salir, si es posible, sin haber entrado nunca. ¿Sabes dónde está la diferencia? En los dueños. Detrás de cada librería hay un hombre responsable de su cara”.
A mi manera de ver las cosas, esta afirmación es totalmente cierta. No obstante la agitada discusión en el seno del gremio de libreros en Colombia sobre la naturaleza de sus diferentes negocios (cadenas, empresas pequeñas, atendidas por su propietario, si pertenece o no a la vaporosa clasificación de “independiente”…), lo cierto es que las librerías se distinguen por el carácter que sus dueños y empleados han querido imprimirles. Indistintamente de si se autoperciben como centros de agitación cultural, agentes del conocimiento, creadores de ciudadanías culturales o simples comerciantes de libros, lo cierto es que todas las librerías deben llevar a cabo las mismas actividades para atender a sus clientes:
1. Conocimiento de los catálogos.
2. Realizar pedidos.
3. Recibir, verificar e ingresar remisiones.
4. Tematizar la mercancía.
5. Ubicar los libros en mesas, anaqueles y bodegas.
6. Atender al público y encontrar los libros que busca o se le sugiere.
7. Facturar y descargar del inventario.
8. Reportar las ventas y recibir el cobro de los proveedores.
9. Pagar.
10. Hacer devoluciones periódicas.
11. Contabilizar todas las operaciones.
12. Conocer su estado de resultados.
Se entiende que, entre todas estas actividades, se encuentran las demás que tienen que ver con la selección y capacitación de personal, el pago de nóminas, la solución de crisis de personal, la atención de eventos especiales y sus consabidas exigencias de logística y transporte… pero, en últimas, todo aquel que regente una librería ha de cumplir con las responsabilidades enunciadas si quiere atender bien a su clientela.
La Librería Lerner, particularmente, ha tenido siempre la ambición de ser la principal librería generalista del país. Este discurso se ha manifestado desde la misma concepción arquitectónica de nuestras librerías, en las que se busca tener espacio para albergar el mayor número de ejemplares posible. Sin embargo, el espacio para los libros siempre será insuficiente, y el reto es el de seleccionar lo que de verdad debe tener un lugar en la librería y evitar convertirse en una bodega gratuita de los proveedores. A quién en este mundo no le ha ocurrido que le llegue una remisión no pedida y disfrazada de generosidad por parte del comercial de una distribuidora.
Este propósito exige cada vez mayores y más complejos mecanismos para acercarnos a su cumplimiento. Los clientes entran a la librería para acercarnos sus celulares a la cara y mostrarnos el libro que aparece en un portal español o chileno, y nada importa para ellos la explicación de que al distribuidor local le tomará cuatro meses incluirlo en su plan de importaciones o de impresiones vernáculas. ¿Qué hacer?
Es indudable que la integración de catálogos es una realidad creciente y que más temprano que tarde se convertirá en una práctica generalizada. Lo mismo habrá de ocurrir con los marketplaces en los que todos compartiremos nuestros catálogos y en los que los proveedores entregarán la información de sus stocks para servir las ventas a nuestros clientes o en esquemas B2B para levantar pedidos sin necesidad de trámites telefónicos o de mail.
Nuestra dependencia de los sistemas informáticos será cada vez mayor y las formas de pedir novedades y reposiciones avanzarán de una manera que para muchos será desestimulante. La importancia del determinador de la compra, de los pedidos, parecerá desvanecerse, aunque intuyo que este efecto tiene muchos matices. Quiero recalcar que, en este y otros asuntos, hablo de la visión que de estos temas tenemos en una librería como la Lerner y entiendo que muchos otros libreros lo perciban de otra manera. Como una digresión al respecto, hace unos días hablé con Álvaro Castillo, el magnífico “librovejero” (aprovecho para recomendar su libro que lleva ese nombre), para preguntarle otra vez (sin mucha expectativa) si ya tenía su catálogo organizado en Excel y le interesaba vender sus libros por internet. Su respuesta de Bartleby criollo “Preferiría no hacerlo” nos sacó una carcajada de whatsapp. Siempre será bueno saber que existen libreros como Castillo, así como librerías como la Lerner.
Pero volviendo a nuestra visión del oficio en los próximos años, la irrupción de la inteligencia artificial será determinante en varias áreas de una librería como la Lerner. El análisis de datos con esta tecnología hará que los procesos para definir pedidos basados en curvas de ventas, ubicación de temáticas y la misma organización del catálogo en la librería se automaticen. La integración de nuestros sistemas de inventarios con fuentes abiertas de consulta bibliográfica abrirá posibilidades impensadas hasta ahora. En un universo de cientos de miles, de millones de títulos disponibles, la inteligencia artificial podrá clasificar nuestro catálogo a un nivel de detalle que nunca habríamos podido lograr con las capacidades humanas y tecnológicas con las que hasta ahora hemos contado.
En mi humilde opinión, falta mucho por hacer como gremio. Más que imponer restricciones legislativas al libre comercio de cada uno de los libreros, vale la pena terminar las tareas empezadas. Desde hace unos años se viene trabajando en un sistema de información unificado desde la Cámara Colombiana del Libro, pero por alguna razón este proyecto parece no encontrar final. La idea de copiar el sistema español es buena, el SINLI (Sistema de Información Normalizada para el Libro) funciona bien y facilita mucho el trabajo. Las librerías españolas abren la persiana y en segundos han repasado el informe de ventas del día anterior y ordenado las reposiciones. Si un cliente entra para buscar un libro sin stock, el mismo librero verificará la disponibilidad del título en la bodega de la editorial o en los depósitos de un colega. ¿Cuánto nos toma a nosotros saber si un libro agotado en la librería tiene ejemplares disponibles en el mercado?
Hace no muchos días, mi querido colega y amigo Ricardo López, de El Acontista, publicó una entrada en su blog. Con sus habituales desparpajo y generosidad, Ricardo les da las claves de un negocio de librería a aquellas anónimas criaturas que fantasean con montar un comercio de libros (una librería de verdad, con local y libreros). En su eficaz descripción de lo que debe ser un plan de negocio para estos ingenuos emprendedores, hace hincapié en el cada vez más exigente (inviable, diría yo) costo de arrendamiento de los locales. Con los márgenes operativos de nuestro negocio y el volumen de ventas de libros de interés general en Colombia, pagar el arriendo de un local con buena vitrina es realmente un milagro. Yo le agregaría a las advertencias de Ricardo que el plan de negocio debe hacerse a muchos años, porque nadie que haga las cosas honestamente podrá amortizar la inversión con un contrato de arriendo a uno o dos años. Entiendo que hay varios colegas trabajando de la mano del ministro para hacer una propuesta de modificación a la ley del libro. Las ideas alrededor de la restricción a la libertad de que cada empresa o librero haga su estrategia comercial como quiera no me gustan y, si me preguntaran, diría que donde todos podemos mejorar nuestra operación es en el rubro del arriendo. Además de recuperar la tarifa de renta para las editoriales (cosa que modificó la última reforma tributaria y que por supuesto afecta el precio de los libros), yo propondría una exención del IVA para los arriendos de locales donde operan librerías. Un consenso sobre este punto no me parece difícil de lograr y tendría un efecto muy pequeño en términos macroeconómicos a la hora de analizar el recaudo público por ese concepto.
Todos los que aquí compartimos el oficio de vendedores de libros sabemos que este es un negocio difícil, y estas exiguas palabras son apenas el esbozo de un universo que colma nuestros días. No quisiera terminar esta disertación sin intentar una pequeña exaltación de los placeres del librero. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué nos enredamos la vida mezclando negocios y placer? Porque es verdad que en los testimonios de las personas que he mencionado atrás, desde mi querido Felipe Ossa, pasando por Yánover, Álvaro Castillo y Cecilia Monllor, el origen de todo es el honesto y solitario amor a las páginas leídas. Esta es una constante para la gran mayoría de los libreros del mundo, pero hay también otros placeres menos trascendentales y que cualquiera que aquí trabaje en una librería habrá de reconocer. Abrir el local en las mañanas y sentir el olor concentrado del papel, desempacar una remisión de novedades, oír a un cliente que sabe de qué está hablando cuando encuentra el libro que estaba buscando, ver el espectáculo del conocimiento humano en forma de silenciosos lomos, ver todos los días algo nuevo y bien pensado para sentir que huimos de la vulgaridad cotidiana…
En 1929 el médico sueco Axel Munthe publicó su Historia de San Michhele, en la que cuenta su aventura al momento de comprar una ruina en Anacapri. La antigua morada de Tiberio le sirve de pretexto al doctor Munthe para contar sus memorias de médico de sociedad en París y Roma. El libro fue un bestseller en los treinta y lo catapultó a la fama internacional. De Munthe yo no tenía idea, ni de San Michele ni de su libro. Pero algún día de hace unos meses lo vi puesto por los libreros en una bonita edición de Siruela que la directora comercial de la Lerner había identificado con el tino de siempre. Me gustan los libros testimoniales, y más aún si ocurren en Italia, así que lo compré para leerlo algún día (todas mis compras de libros son promesas, a veces las cumplo y a veces no). Después de leer y envidiar a Munthe, volví a mi prosaica vida colombiana. Hace unas cuantas semanas, estaba recordando que en la universidad circuló entre mi grupo de amigos una fotocopia de “Sólo para fumadores”, el maravilloso relato de Julio Ramón Ribeyro. Me rondó la cabeza varios días el viejo antojo de un cigarrillo y la lectura de Ribeyro, hasta que me decidí a coger el tomo de los cuentos completos que hizo en su momento Seix Barral. Al terminar, me sorprendió el olvidado final en Anacapri, con San Michele de fondo, tras el vertiginoso viaje del cuentista adicto que finalmente recibe el salvífico sol frente al Mediterráneo. Trabajar con libros es jugar con nuestra memoria y la de todos los demás, vivir en una red misteriosa en la que los títulos se van comunicando de la manera más inadvertida para darnos la sensación de que todo está efectivamente conectado. Sólo trabajando en una librería estamos expuestos de forma tan sofisticada a este efecto. Seguramente si hubiera dedicado mis días a otro oficio, no tendría tiempo de entrar a la librería, seguramente me perdería de todo esto.
- Escrito por Juan José Gaviria para su conferencia en el Encuentro Nacional de Librerías en la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín.